Nosotros empezamos la
experiencia del Camino un 24 de abril de 2012. Me acuerdo de que el
viaje hasta Sarria se me hizo muy muy largo, pero seguro que fue por
eso que dicen que cuando quieres llegar a un sitio parece que el
coche, el avión, o, en este caso, el autobús nunca van lo
suficientemente deprisa.
Llegamos al pueblo
cuando ya era casi de noche. Y allí nos llevamos la primera
sorpresa: había que cenar por turnos porque el comedor no era lo
suficientemente grande para más de 50 personas. Y una vez comiendo,
muchos descubrieron que no les gustaba la comida: aquello no era
nuestra casa. Fuimos a dar una vuelta al pueblo y más tarde
escribimos los diarios muy apretujados en la sala de estar que estaba
preparada sólo para peregrinos. Al poco rato nos fuimos a dormir, y
no estando acostumbrados a irnos a la cama tan temprano a alguno le
costó dormirse (…)
La mañana siguiente se
presentó todo lo apacible que podía ser: lluvia, viento huracanado
(en aquellos días una especie de tornado estaba golpeando el litoral
gallego y algunas ráfagas de viento llegaban hasta el interior) y ni
siquiera se veía el sol. Partimos en casi oscuridad y al rato de
haber salido del albergue nos encontramos el primer indicador del
camino: sólo quedaban 110 kilómetros de los 111.
No recuerdo haber pasado tanto frío en mi vida: estábamos calados y encima el viento hacía que la sensación térmica fuera menor. A parte de todo eso, Roberto nos perdió en un pueblo (¡con dos calles!). Afortunadamente, después de la hora del almuerzo salió el sol y tuvimos un agradable paseo hasta Portomarín, en el que nos paramos a hablar con una señora gallega que casi no hablaba español, cuidaba unas vacas que eran bastante más altas que nosotros y calzaba zuecos de madera.
Casi llegando al pueblo nos encontramos la última sorpresa desagradable del día: en el puente sobre el río Sil había mucho mucho mucho mucho viento, casi no se podía ni avanzar, y al final muchos tuvimos que optar por ir a través de la carretera si no queríamos acabar en las aguas del río. Una vez en el pueblo hicimos lo habitual: comimos todos juntos, descansamos, y por fin sabíamos cómo es lo de llegar a un albergue después de haber caminado.
No recuerdo haber pasado tanto frío en mi vida: estábamos calados y encima el viento hacía que la sensación térmica fuera menor. A parte de todo eso, Roberto nos perdió en un pueblo (¡con dos calles!). Afortunadamente, después de la hora del almuerzo salió el sol y tuvimos un agradable paseo hasta Portomarín, en el que nos paramos a hablar con una señora gallega que casi no hablaba español, cuidaba unas vacas que eran bastante más altas que nosotros y calzaba zuecos de madera.
Casi llegando al pueblo nos encontramos la última sorpresa desagradable del día: en el puente sobre el río Sil había mucho mucho mucho mucho viento, casi no se podía ni avanzar, y al final muchos tuvimos que optar por ir a través de la carretera si no queríamos acabar en las aguas del río. Una vez en el pueblo hicimos lo habitual: comimos todos juntos, descansamos, y por fin sabíamos cómo es lo de llegar a un albergue después de haber caminado.
El día siguiente se
presentó sin apenas complicaciones (recuerdo que había muchas
subidas y bajadas, lo que hacía más interesante al paisaje) y
llegamos al polideportivo de Palas de Rei, que fue, desde luego el
lugar más interesante de todos donde nos hospedamos: había un par
de ventanas rotas y el viento soplaba por ellas y le daba cierto
aspecto fantasmagórico, sobre todo para un compañero al que habían
castigado por hablar la noche anterior y que estaba completamente
solo…
Y llegó el gran día.
Empezamos por la mañana a las siete y media y llegamos más o menos
12 horas después (tened en cuenta que nos paramos varias veces).
Juro que el rato hasta que llegamos a Arzúa es la vez que más
hambre he pasado en mi vida, quizá porque no había tomado demasiada
cena el día anterior (¡No seáis tiquismiquis!) Y luego el trayecto
se nos hizo larguisímo, pero nos pasaron cosas interesantísimas:
había una tienda de fruta recién recogida y bebida en la que los
propietarios no estaban y se fiaban de que los peregrinos iban a
pagar el precio marcado en una hucha, también nos encontramos un
perro que recibió varios nombres y que nos siguió hasta casi la
misma Arzúa y algunos compañeros utilizaron una carretilla
abandonada para salvar los muchos desniveles que presentaba la etapa
de aquel día. No recuerdo haber saludado a alguien con tanta alegría
como a Fernando en un puentecillo diciéndonos que la camioneta
estaba a sólo medio kilómetro de distancia, esperando con la
merienda. Llegó a tiempo, estábamos pensando en bajar haciendo la
croqueta.
Ese día casi no
pudimos disfrutar de Arzúa, recuerdo que fuimos muy bien tratados
por las monjas de aquel colegio y que Juanan encargó cena especial:
pasta y albóndigas (así dicho puede parecer una tontería, pero
entonces no lo pareció). Finalmente el sitio era pequeñito y muy
caliente, por lo que nos dormimos en seguida.
La mañana siguiente
era la etapa más corta, y, al venir cansados del día anterior me
acuerdo que aprovechábamos cualquier oportunidad para sentarnos:
mirar las flores, buscar wi-fi en los pueblos por los que pasábamos,
leer los monumentos a los peregrinos que habían muerto… Finalmente
llegamos al último pueblo que nos acogería antes de llegar a
Santiago, donde nos hinchamos a tomar cafés y bollos en un café
cercano donde todo estaba muy bueno, era muy grande y muy barato.
El último día de
camino empezó a las seis y media, y al comenzar a andar por los
bosques no se oían ni nos los pájaros. Posteriormente Roberto se
pondría a imitar a los monos y rompió parte del encanto que se
había formado por el silencio y la espesa niebla. Y después de
caminar un ratín, me acuerdo aún con emoción: que nos dijeran que
allí estaba el Monte do Gozo, al principio echamos a correr quedando
más de un kilómetro, pero como vimos que era todo en subida paramos
y nos limitamos a andar deprisa hasta llegar al sprint final, donde
echamos el resto.
Después aún quedaba
un rato (corto, eso sí) hasta llegar a Santiago. Intentaría
describir la emoción de llegar a la plaza del Obradoiro, pero creo
que eso es algo que hay que vivir. Finalmente llegamos al Colegio de
La Salle de la ciudad, donde el director era palentino y nos trataron
fenomenal y comimos como reyes. Santiago de Compostela es una de las
ciudades de las que mejor recuerdo tengo, en parte porque es a la que
más me ha costado llegar y en parte porque está dentro de esa
increíble experiencia del Camino.
Lector, es algo que todo el mundo debería hacer. A nosotros nos unió como clase, como amigos, como compañeros y como personas. Conocimos a gente que vivía (literalmente) en la otra punta del planeta y a gente que había estado sentada a nuestro lado toda la vida y con la que sólo nos habíamos cruzado un puñado de palabras. Cuando me preguntan que si es una buena experiencia digo que no, porque no es buena (…) es algo así como IMPRESCINDIBLE.
Lector, es algo que todo el mundo debería hacer. A nosotros nos unió como clase, como amigos, como compañeros y como personas. Conocimos a gente que vivía (literalmente) en la otra punta del planeta y a gente que había estado sentada a nuestro lado toda la vida y con la que sólo nos habíamos cruzado un puñado de palabras. Cuando me preguntan que si es una buena experiencia digo que no, porque no es buena (…) es algo así como IMPRESCINDIBLE.
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